lunes, 8 de febrero de 2010

LECTURA #2: SOBRE LA IDENTIDAD DE LOS PUEBLOS

"La vía para encontrar la identidad no sería el descubrimiento de una realidad propia escondida, sino la asunción de ciertos valores coherentes con su realidad. La identidad no sería un dato, sino un proyecto."

Identificar un objeto es mostrar que es discernible de los demás.

Identificar algo puede significar 1) señalar las
notas que los distinguen de todos los demás objetos y 2) determinar las notas que permiten aseverar que es el mismo objeto en distintos momentos del tiempo. Estos dos significados están ligados, pues sólo podemos distinguir un objeto de los demás si dura en el tiempo, y sólo tiene sentido decir que un objeto permanece si podemos singularizarlo frente a los demás.

Aplicado a entidades colectivas (etnias, nacionalidades), identificar a un pueblo
sería, en el primer sentido, señalar ciertas notas duraderas que permitan reconocerlo frente a los demás, tales como: territorio ocupado, composición demográfica, lengua, instituciones sociales, rasgos culturales. Establecer su unidad a través del tiempo remitiría a su memoria histórica y a la persistencia de sus mitos fundadores. Son las dos operaciones que hace un etnólogo o un historiador cuando trata de identificar a un pueblo.

Aunque una persona o una comunidad se reconozcan distintas de las demás, pueden tener la sensación de una pérdida de identidad. La identidad es, por lo tanto, en este segundo sentido, algo que puede faltar, ponerse en duda, confundirse, aunque el sujeto permanezca. Su ausencia atormenta, desasosiega; alcanzar la propia identidad es, en cambio, prenda de paz y seguridad SOBRE LA IDENTIDAD DE LOS PUEBLOS
interiores. La identidad responde, en este segundo sentido, a una necesidad profunda, está cargada de valor. Los enunciados descriptivos no bastan para definirla.

La identidad se refiere ahora a una representación que tiene el sujeto. Significa, por lo tanto, aquello con lo que el sujeto se identifica así mismo. De ahí la importancia de la noción de sí mismo (self, soi, Selbst). En psicología, el sí mismo no es el yo pensante, sino la representación que el yo tiene de su propia persona. Supone la síntesis de múltiples imágenes de sí en la humanidad. Lo que piensa el yo cuando ve o contempla el cuerpo, la personalidad o los roles a los que está atado de por vida (...), eso es lo que constituyen los diversos sí mismos que entran en la composición de nuestro sí mismo (Erikson, p. 231).

Un factor importante de esta disgregación es la diversidad de sus relaciones con los otros. En la comunicación con los demás, éstos le atribuyen ciertos papeles sociales y lo revisten de cualidades y defectos. La mirada ajena nos determina, nos otorga una personalidad (en el sentido etimológico de máscara) y nos envía una imagen de nosotros. El individuo se ve entonces a sí mismo como los otros lo miran. Pero también el yo forja un ideal con el que quisiera identificarse, se ve como quisiera ser. Ante esta dispersión de imágenes, el yo requiere establecer una unidad, integrarlas en una representación coherente. La búsqueda de la propia identidad puede entenderse así como la construcción de una representación de sí que establezca coherencia y armonía entre sus distintas imágenes. El sí mismo colectivo no es una identidad metafísica, ni siquiera metafórica. Está constituida por un sistema de creencias, actitudes y comportamientos que le son comunicados a cada miembro del grupo por su pertenencia a él. Esa realidad colectiva no consiste, por ende, en un cuerpo ni en un sujeto de conciencia, sino en un modo de sentir, comprender y actuar en el mundo y en formas de vida compartidas, que se expresan en instituciones, comportamientos regulados, artefactos, objetos artísticos, saberes transmitidos; en suma, en lo que entendemos por una cultura. El problema de la identidad de los pueblos remite a su cultura.

En cambio, la reacción tiene que ser diferente en las naciones independientes antes colonizadas (en América Latina, África o la India) o bien en pueblos marginales sometidos al impacto modernizador de la cultura occidental (como en varios países de Asia y el Pacífico). En estos dos casos, la cultura del dominador ya ha sido incorporada en la nueva nación, al menos parcialmente; ya ha marcado profundamente la cultura tradicional y ha sido adoptada por gran parte de las clases dirigentes. En estos casos, la búsqueda de la propia identidad abre una alternativa. Una opción es el retorno a una tradición propia, el repudio del cambio, el refugio en el inmovilismo, la renovación de los valores antiguos, el rechazo de la modernidad; es la solución de los movimientos integristas o tradicionalistas, La otra alternativa es la construcción de una nueva representación de sí mismo, en que pudiera integrarse lo que una comunidad ha sido con lo que proyecta ser.
En este segundo caso, la elección de cambio exige, con mayor urgencia aún, la definición de una identidad propia. En primera opción la imagen de sí mismo representa un haber fijo, heredado de los antepasados, en la segunda, trata de descubrirse en una nueva integración de lo que somos con lo que proyectamos ser. Una y otra opción corresponden a dos vías diferentes de enfrentar el problema de la identidad, de las que hablaré más adelante. Éste es el dilema que se ha presentado al pensamiento de las naciones antes colonizadas, de África y América Latina; es el que desgarra actualmente a los países árabes.

La búsqueda de la propia identidad se plantea, pues, en situaciones muy diversas. Sin embargo, podríamos reconocer en todas ellas ciertos rasgos comunes. Intentaré resumirlos.

1) En todos los casos, se trata de oponer a la imagen desvalorizante con que nos vemos al asumir el punto de vista de otro, una imagen compensatoria que nos revalorice. En los países dependientes o marginados, reacción frente a la mirada atribuida al dominador; en las naciones en pérdida de su antiguo rol mundial, contra la imagen de inferioridad con que temen ser vistas por cualquier otro país desde la escena internacional. La representación revalorizada de sí puede seguir dos vías distintas: acudir a una tradición recuperada, a la invención de un nuevo destino imaginario a la medida de un pasado glorioso, lo cual es la opción de integrismos e imperialismos. Pero puede seguir otra vía más auténtica: aceptar la situación vivida e integrarla en un nuevo proyecto elegido. De cualquier modo, se trata de oponer un sí mismo a los múltiples rostros que presentamos cuando nos vemos como nos verían los otros.

2) En todos los casos, esa representación se sí mismo permite reemplazar la
disgregación de imágenes con que puede verse un pueblo, por una figura unitaria, ya sea al rechazar las otras imágenes por ajenas o al integrarlas en una sola.

3) La representación de sí mismo intenta hacer consistente al pasado con un ideal colectivo proyectado. La identidad encontrada cumple una doble función: evitar la ruptura en la historia, establecer una continuidad con la obra de los ancestros, asumir el pasado al proyectarlo a un nuevo futuro. Al efectuar esa operación imaginaria, propone valores como objetivos y otorga así un sentido a la marcha de una colectividad.

Una última advertencia. Un sujeto social puede hacer suyas distintas identidades colectivas, que corresponden a las diferentes colectividades –de mayor a menor extensión- a las que pertenece. Hay identidades de grupo, de clase, de comarca, de pertenencia religiosa, que pueden cruzarse con las de etnia y nacionalidad. En estas mismas, un sujeto puede reconocerse en varias identidades, de distinta amplitud, imbricadas unas en otras.

Pero la búsqueda de la identidad colectiva puede seguir otro camino. Puede guiarse por una noción de identidad distinta; en vez de la singularidad, la autenticidad. Veamos ahora este segundo modelo. En el lenguaje ordinario, solemos calificar de auténtica a una persona si:

1) las
intenciones que profesa, y, por ende, sus valoraciones son consistentes con sus inclinaciones y deseos reales, y 2) sus comportamientos (incluidas sus expresiones verbales) responden a sus intenciones, creencias y deseos efectivos. De manera análoga podemos llamar auténtica a una cultura cuando está dirigida por proyectos que responden a necesidades y deseos colectivos básicos y cuando expresa efectivamente creencias, valoraciones y anhelos que comparten los miembros de esa cultura.

Lo contrario de una cultura auténtica es una cultura imitativa, que responde a necesidades y proyectos propios de una situación ajena, distinta a la que vive un pueblo. Por lo general, en las sociedades colonizadas o dependientes muchos grupos de la elite, ligados a la metrópoli dominante, tienden a una cultura imitativa.

Tan inauténtica es una cultura que reivindica un pasado propio, como la que repite formas culturales ajenas. Un pueblo empieza a reconocerse cuando descubre las creencias, actitudes y proyectos básicos que prestan una unidad a sus diversas manifestaciones culturales y dan respuesta a sus necesidades reales. La identidad de un pueblo no puede describirse, por lo tanto, por las características que lo singularizan frente a los demás, sino por la manera concreta como se expresan, en una situación dada, sus necesidades y deseos y se manifiestan sus proyectos, sean estos exclusivos o no de ese pueblo. A la vía de la abstracción se opone la de la concreción.

La identidad nace de un proceso dinámico de singularización frente al otro y de identificación con él.

Habría pues, que distinguir entre imitación e identificación. Por imitación reproducimos elementos de una cultura extraña, que no responden a nuestra situación y que no se integran con los demás elementos de nuestra cultura. Por identificación, en cambio, integramos en nuestra cultura elementos provenientes de fuera, que dan respuesta a nuestras nuevas necesidades históricas y pueden satisfacer nuestros nuevos deseos.

La identidad permite dar una continuidad a la historia, al prestarle un sentido. Para ellos tiene que hacer coherente el pasado con nuestras metas actuales. Así, la tradición presenta el rostro que nuestro proyecto dibuja en ella. Mientras la vía de la singularidad concibe el pasado como una realidad que se nos impone, la búsqueda de la autenticidad ve en él un anuncio de los ideales que abrazamos. La gesta del pasado con la que identifiquemos dependerá de lo que propongamos para nuestro país. Porque la identidad de un pueblo nunca le está dada; debe, en todo momento, ser reconstruida; no la encontramos, la forjamos.

El sí mismo no es sólo lo que se es, sino lo que se ha de llegar a ser. Y es auténtico si no se engaña, es decir, si responde a sus deseos profundos y obedece a sus ideales de vida. Ser uno mismo no es descubrir una realidad oculta en nosotros, sino ser fiel a una representación en que nuestros proyectos integran nuestros deseos y actitudes reales. Un pueblo llega a ser él mismo cuando se conforma libremente a un ideal que responde a sus necesidades y deseos actuales.

La búsqueda de la identidad puede seguir dos vías divergentes. La primera nos permite, en el sentimiento de nuestra singularidad, preservarnos de los otros. La seguridad de compartir una herencia puede liberarnos de la angustia de tener que elegirnos. Podemos entonces estar tranquilos: un pueblo debe ser lo que siempre ha sido. La otra vía nos enfrenta a nuestras necesidades y deseos, nos abre así a la inseguridad, lote de todos los hombres. A nosotros incumbe dibujar el rostro en el que podamos reconocernos, pues un pueblo debe llegar a ser lo que ha elegido.

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