martes, 4 de mayo de 2010

Reflexión: "El actual escenario sociocultural mexicano"

El escenario actual sociocultural en mi país, Mexico, es bastante diverso, del mismo modo que sus especies biológicas y smius diversos factores abióticos.

México debido a su pasado histórico, pende de muchas cuerdas que lo sostienen y engrandecen porque ese pasado no es fruto de un logro trascendente exclusivamente económico absorbiendo a otras culturas para autodefinirse, sino más bien, surge del trabajo de todos sus ciudadanos a lo largo de la historia. Denigrar una cultura y a su sociedad es igual de tonto que mostrar a la propia como suprema e independiente de su medio. El punto central de percibir su estado sociocultural no es juzgarlo y compararlo con otras entidades, sino mirar sus recursos para hacerlo crecer de manera única sin copiar estándares de otras naciones por el simple hecho de que a ellos les funcione. Ello sería caer en un error garrafal. El escenario sociocultural se contruye día a día y no requiere copiar formas de otras naciones. No obstante, es casi imposible que ello suceda de manera absoluta, pero de la sociedad depende el evitar que suceda lo más posible.

Nuestro escenario actual consta de un bordado de telas disceminadas en la mesa de un sastre que se tejen con la ayuda de diferentes circunstancias, incluyendo al abundante pasado histórico, entre lenguas, edificaciones, sabiduría ancestral, códices, mestizaje..., hasta un presente que se ve dirigido por mormas que lo relacionan intrinsecamente con los demás para comprenderse como parte de una sociedad mundial y no de una cultura aislada.

Descubrir que cada ser humano tiene el derecho de autodefinirse en relación a otras culturas, denegando o no a la propia, lo que fundamental para comprender el desarrollo de cualquier cultura.


Reflexión: "La Universidad como un espacio para la cultura"

La universidad es una institución donde la pluralidad debe ser un elemento inamovible y elemental, debido a que en ella se desarrolla gente que desea realizar cambios en las estructuras de la sociedades si un marco que los limite, razón por la que se dedican al estudio de lo ya propuesto para cambiar ideas, crear nuevas y construir con todo ello nuevos caminos. De ningún modo este proceso pude llevarse a cabo sin alguna clase de cultura. Todo ser humano tiene la necesidad de mantener algún tipo de relación con una manifestación cultural, pudiéndola definir del siguiente modo:

"La cultura es el conjunto de todas las formas, los modelos o los patrones, explícitos o implícitos, a través de los cuales una sociedad regula el comportamiento de las personas que la conforman. Como tal incluye costumbres, prácticas, códigos, normas y reglas de la manera de ser, vestimenta, religión, rituales, normas de comportamiento y sistemas de creencias. Desde otro punto de vista se puede decir que la cultura es toda la información y habilidades que posee el ser humano, los animales no poseen cultura debido a que no forman un sociedad real y esto se refleja en su permanencia en su modo de actuar, recordemos que para ser sociedad, además de la organización, se debe pasar por un proceso de transformación y superación a través del tiempo. El concepto de cultura es fundamental para las disciplinas que se encargan del estudio de la sociedad, en especial para la antropología y sociología."

Dentro de una universidad, no esforzarse por conocer o crear esquemas culturales, es empobrecer la razón misma por la que se estudia, reduciendo a prácticamente nada la habilidad que como seres humanos tenemos para desarrollar ciencia con propósito, en contraposición con desarrollar ciencia sólo con un carácter que meramente satisfaga las necesidades económicas o políticas de un sector y no con un sentido multidimensional, como es fructífero hacer.

La universidad y sus integrantes se encuentran comprometidos a no olvidar sus raíces culturales e integrarlas, en todo caso, con las nuevas tendencias que se afirman a través del tiempo rechazando cuestiones caducas que ya no apliquen en las sociedades contemporáneas sólo cuando ello se haga no con ánimos de ignorar algo sustancial, sino sólo cuando en verdad no representen una modificación que sirva a intereses particulares.

Reflexión: "El orgullo de ser mexicano"

El orgullo se define como la sobrevaloración del yo respecto de otros por superar, alcanzar o superponerse a un obstáculo, situación o bien en alcanzar un status elevado y subvalorizar al contexto. Sin embargo, desde un punto positivo de vista, el orgullo como un acto de bella factura. En la filosofía objetivista de Ayn Raid, el orgullo es una de las tres virtudes principales y se define como estima apropiada de sí mismo que proviene de la ambición moral de vivir en plena consistencia con valores personales racionales. Para Nietzsche el orgullo es una virtud elevada, propia de hombres superiores, la cual conduce a una honestidad absoluta consigo mismo (lo cual hace imposible cualquier trampa o acto deshonesto), valentia y superacion constante siempre buscando estar por encima de los demas y no ocultarlo ante nadie.

La finalidad de definir orgullo va de la mano con entender el por qué yo debería sentir orgullo por mi país, México, en mi caso.

La definición inicial va enlazada con suponer un orgullo por uno mismo, pero profundizando el concepto, sentir orgullo puede no sólo ser de uno mismo, sino tambien de algo o alguien más. México puede ser ese algo por lo que sentir orgullo, pero ¿será posible sentir ello por México?... Como primer comentario puedo afirmar que sí, ya que mantengo lazos emocionales positivos con este, sin embrago, no todos son merecen esta categoría, por lo que independientemente de que en una conclusión afirmaría que estoy orgullosa por México, deja para mi mucho que decear cuando hago un análisis de sus deficiencias y carencias, llámese su sistema político, económico, su responsabilidad para con el medio ambiente así como la reciprocidad entre la gente que habita en él.

México es un país que cuenta con un pasado rico en acontecimientos históricos, pero con muchas fallas al finalizar cada suceso importante, los desenlaces en su mayoría son fatídicos en comparación con el esfuerzo de la gente. Igualmente es rico en recursos naturales, no obstante, no hemos sabido aprovechar todo ello de manera sustentable y provechosa para la mayoría de gente involucrada, lo que nos lleva a pensar, ¿cuál ha sido el error? y yo puedo decir que se ha debido a la mentalidad del propio mexicano.

Es cierto que la mayor parte de los avances que ha tenido nuestro país se deben a la clase media, la clase alta sólo se ha encargado de nutrirse a sí misma y no colabora de manera sustancial con las demás clases sociales, ofrecen despensas y bienes de consumo, igual que la hegemonía política, pero muy rara vez abren los caminos para que la gente de menores posibilidades de desarrollo busque su bienestar a su manera. Antes bien, lo que acabo de mencionar es una de las erroneas formas de pensar, el hecho de respaldarte en una idea egoista de la clase pudiente, es igual de irresponsable que todo lo que pueda ser mencionado.

La realidad es que cada integrante de la sociedad mexicana se ve intimamente relacionado con crear ese por qué de sentirse orgulloso por México, no me puedo no sentir orgulloso de un país por el que no muevo un dedo. Puedo hablar palabrería tras palabrería, juzgar todo los sistemas existentes y entregarme a criticar todo acto que hagan los demás por tratar de modificar las cosas, pero jamás dentro de esas circunstancias tendré el derecho de no sentir orgullo por mi país puesto que no hago nada sustancial.

El orgullo de ser mexicano se desarrolla en un ámbito de valoración de lo que geográfica, histórica y socialmente tiene nuestro país, así como de lo que hacen los demás y lo que hago yo mismo por mi nación.

DETERMINISMO Y LIBERTARISMO

DETERMINISMO: La tesis de que todo cuanto sucede está determinado absolutamente por las leyes que gobiernan los hechos; es decir, la tesis de que estas leyes sólo permiten que los hechos ocurran de una manera.

LIBERTARISMO: Para los libertarios, toda relación humana debe ser producto de pactos voluntarios y la fuerza sólo puede emplearse legítimamente contra otros de manera defensiva o ante el incumplimiento de un acuerdo (principio de no agresión).

Unidad 2, LECTURA #4: HAZ LO QUE QUIERAS

Libertad es decidir, pero también, no lo olvides, darte cuenta de que estás decidiendo. Lo más opuesto a dejarse llevar, como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no tienes más remedio que intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer; si, dos veces, lo siento, aunque te duela la cabeza... La primera vez que piensas el motivo de tu acción la respuesta a la pregunta "¿por qué hago esto?" es el tipo de las que hemos estudiado últimamente; lo hago porque me lo mandan, porque es costumbre hacerlo, porque me da la gana. Pero si lo piensas por segunda vez, la cosa ya varía. Esto lo hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué obedezco lo que me mandan?, ¿por miedo al castigo?, ¿por esperanza de un premio?, ¿no estoy entonces como esclavizado porque quien da las órdenes sabe más que yo, ¿no sería aconsejable que procurara informarme lo suficiente para decidir por mí mismo? ¿Y si me mandan cosas que no me parecen convenientes, como cuando le ordenaron al comandante nazi eliminar a los judíos del campo de concentración?

¿Acaso no puede ser algo malo –es decir, no conveniente para mí- por mucho que me lo manden, o bueno y conveniente aunque nadie me lo ordene? Lo mismo sucede respecto a las costumbres. Si no pienso lo que hago más que una vez, quizá me baste la respuesta de que actúo así "porque es costumbre". Pero ¿por qué diablos tengo que hacer siempre lo que suele hacerse (o lo que suelo hacer)? ¡Ni que fuera esclavo de quienes me rodean, por muy amigos míos que sean, o de lo que hice ayer, antesdeayer y el mes pasado! Si vivo rodeado de gente que tiene la costumbre de discriminar a los negros y a mí eso no me parece ni medio bien, ¿por qué tengo que imitarles? Si he cogido la costumbre de pedir dinero prestado y no devolverlo nunca, pero cada vez me da más vergüenza hacerlo, ¿por qué no voy a poder cambiar de conducta y empezar desde ahora mismo a ser más legal? ¿Es que acaso una costumbre no puede ser poco conveniente para mí, por muy acostumbrada que sea? Y cuando me interrogo por segunda vez sobre mis caprichos, el resultado es parecido. Muchas veces tengo ganas de hacer cosas que en seguida se vuelven contra mí, de las que me arrepiento luego. En asuntos sin importancia el capricho puede ser aceptable, pero cuando se trata de cosas más serias dejarme llevar por él, sin reflexionar si se trata de un capricho conveniente o inconveniente, puede resultar muy poco aconsejable, hasta peligroso: el capricho de cruzar siempre los semáforos en rojo a lo mejor resulta una o dos veces divertido pero ¿llegaré a viejo si me empeño en hacerlo día tras día? En resumidas cuentas: puede haber órdenes, costumbres y caprichos que sean motivos adecuados para obrar, pero en otros casos no tiene por qué ser así. Sería un poco idiota querer llevar la contraria a todas las órdenes y a todas las costumbres, como también a todos los caprichos, porque a veces resultarán convenientes o agradables.

Pero nunca una acción es buena sólo por ser una orden, una costumbre o un capricho. Para saber si algo me resulta de veras conveniente o no tendré que examinar lo que hago más a fondo, razonando por mí mismo, Nadie puede ser libre en mi lugar, es decir: nadie puede dispensarme de elegir y de buscar por mí mismo. Cuando se es un niño pequeño, inmaduro, con poco conocimiento de la vida y de la realidad, basta con la obediencia , la rutina o el caprichito. Pero es porque todavía se está dependiendo de alguien, en manos de otro que vela por nosotros. Luego hay que hacerse adulto, es decir, capaz de inventar en cierto modo la propia vida y no simplemente de vivir la que otros han inventado para uno. Naturalmente, no podemos inventarnos del todo porque no vivimos solos y muchas cosas se nos imponen queramos o no Pero entre las órdenes que se nos dan, entre las costumbres que nos rodean o nos creamos, entre los caprichos que nos asaltan, tendremos que aprender a elegir por nosotros mismos. No habrá más remedio, para ser hombres y no borregos (con perdón de los borregos), que pensar dos veces lo que hacemos. Y si me apuras, hasta tres y cuatro veces en ocasiones señaladas.

La palabra "moral" etimológicamente tiene que ver con las costumbres, pues eso precisamente es lo que significa la voz latina mores, y también con las órdenes , pues la mayoría de los preceptos morales suenan así como "debes hacer tal cosa" o "ni se te ocurra hacer tal otra". Sin embargo, hay costumbres y órdenes –como ya hemos vistoque pueden ser malas, o sea "inmortales", por muy ordenadas y acostumbradas que se nos presenten. Si queremos profundizar en la moral de verdad, si queremos aprender en serio cómo emplear bien la libertad que tenemos (y en este aprendizaje consiste precisamente la "moral" o "ética" de la que estamos hablando aquí), más vale dejarse de órdenes, costumbres y caprichos. Lo primero que hay que dejar claro es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos ni los premios repartidos por la autoridad que sea, autoridad humana o divina, para el casi es igual. El que no hace más que huir del castigo y buscar la recompensa que dispensan otros, según normas establecidas por ellos, no es mejor que un pobre esclavo. A un niño quizá le basten el palo y la zanahoria como guías de su conducta, pero para alguien crecidito es más bien triste seguir con esa mentalidad. Hay que orientarse de otro modo.

Por cierto, una aclaración terminológica. Aunque yo voy a utilizar las palabras moral y ética como equivalentes, desde un punto de vista técnico no tiene idéntico significado. Moral es el conjunto de comportamientos y normas que tú, yo y algunos de quienes nos rodean solemos aceptar como válidos; ética es la reflexión sobre por qué los consideramos válidos y la comparación con otras morales que tienen personas diferentes. Pero en fin, aquí seguiré usando una u otra palabra indistintamente, siempre como arte de vivir.

"La ética humanista, en contraste con la ética autoritaria, puede distinguirse de ella por un criterio formal y otro material. Formalmente se basa en el principio de que solo el hombre por sí mismo puede determinar el criterio sobre virtud y pecado, y no una autoridad que lo trascienda. Materialmente se basa en el principio de que lo “bueno” es aquello que es bueno para el hombre y “malo” lo que le es nocivo, siendo el único criterio de valor ético el bienestar del hombre" (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).

"Pero aunque la razón basta cuando está plenamente desarrollada y perfeccionada, para instruirnos de las tendencias dañosas o útiles de las cualidades y de las acciones, no basta, por sí misma, para producir la censura o la aprobación moral. La utilidad no es más que una tendencia hacia un cierto fin; si el fin nos fuese totalmente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los medios. Es preciso necesariamente que un sentimiento se manifieste aquí, para hacernos preferir las tendencias útiles a las tendencias dañinas. Ese sentimiento no puede ser más que una
simpatía por la felicidad de los hombres o un eco de su desdicha, puesto que éstos son los diferentes fines que la virtud y el vicio tiene tendencia a promover. Así pues, la razón nos instruye acerca de las diversas tendencias de las acciones y la humanidad hace una distinción a favor de las tendencias útiles y beneficiosas" (David Hume, Investigación sobre los principios de la moral).

Unidad 2, LECTURA #3: ÓRDENES, COSTUMBRES Y CAPRICHOS

Por lo general, uno no se pasa la vida dando vueltas a lo que nos conviene o no nos conviene hacer. Si vamos a ser sinceros, tendremos que reconocer que la mayoría de nuestros actos los hacemos casi automáticamente, sin darle demasiadas vueltas al asunto. Recuerda conmigo, por favor, lo que has hecho esta mañana. A una hora indecentemente temprano ha sonado el despertador y tú, en vez de estrellarlo contra la pared como te apetecía, has apagado la alarma. Te has quedado un ratito entre las sábanas, intentando aprovechar los últimos y preciosos minutos de comodidad horizontal. Después has pensado que se te estaba haciendo demasiado tarde y el autobús para el cole no espera, de modo que te has levantado con santa resignación.

Ya se que no te gusta demasiado lavarte los dientes pero como te insisto tanto para que lo hagas has acudido entre bostezos a la cita con el cepillo y la pasta. Te has duchado casi sin darte cuenta de lo que hacías, porque es algo que ya pertenece a la rutina de todas las mañanas. Luego te has bebido el café con leche y te has tomado el habitual pan con mantequilla. Después, a la dura calle. Mientras ibas hacia la parada del autobús repasando mentalmente los problemas de matemáticas -¿no tenías hoy control?- has ido dando patadas distraídas a una lata vacía de coca-cola. Más tarde el autobús, el colegio, etc.



Francamente, no creo que cada uno de estos actos los hayas realizado tras angustiosas meditaciones: ¿Me levanto o no me levanto? ¿Me ducho o no me ducho? ¡Desayunar o no desayunar, ésa es la cuestión! La zozobra del pobre capitán de barco a punto de zozobrar, tratando de decidir a toda prisa si tiraba por la borda la carga o no, se parece poco a tus soñolientas decisiones de esta mañana. Has actuado de manera acaso instintiva, sin plantearte muchos problemas, En el fondo resulta lo más cómodo y lo más eficaz, ¿no? A veces darle demasiadas vueltas a lo que uno va a hacer nos paraliza. Es como cuando echas a andar : si te pones a mirarte los pies y a decir ahora, el derecho; luego, el izquierdo, etc., lo más seguro es que pegues un tropezón o que acabes parándote. Pero yo quisiera que ahora, retrospectivamente, te preguntaras lo que no te preguntaste esta mañana. Es decir: ¿por qué he hecho lo que hice?, ¿por qué ese gesto y no mejor el contrario o quizá otro cualquiera?
Supongo que esta encuesta te indignará un poco. ¡Vaya! ¿Qué por qué tienes que levantarte a las siete y media, lavarte los dientes e ir al colegio? ¿Y yo te pregunto? ¡Pues precisamente porque yo me empeño en que lo hagas y te doy la lata de mil maneras, con amenazas y promesas, para obligarte! ¡Si te quedases en la cama menudo jaleo te montaría! Claro que algunos de los gestos reseñados, como ducharte o desayunar, los realizas ya sin acordarte de mí, porque son cosas que siempre se hacen al levantarse, ¿no?, y que todo el mundo repite. Lo mismo que ponerse pantalones en lugar de ir en calzoncillos, por mucho que apriete el calor... En cuanto a lo de tomar el autobús, bueno, no tienes más remedio que hacerlo para llegar a tiempo, porque el colegio está demasiado lejos como para ir andando y no soy tan espléndido para pagarte un taxi de ida y vuelta todos los días. ¿Y lo de pagarle patadas a la lata? Pues eso lo haces porque sí, porque te da la gana.

Vamos a detallar entonces la serie de diferentes motivos que tienes para tus comportamientos matutinos. Ya sabes lo que es un motivo en el sentido que recibe la palabra en este contexto: es la razón que tienes o al menos crees tener para hacer algo, la explicación más aceptable de tu conducta cuando reflexionas un poco sobre ella. En una palabra: la mejor respuesta que se te ocurre a la pregunta ¿por qué hago eso?. Pues bien, uno de los tipos de motivación que reconoces es el de que yo te mando que hagas tal o cual cosa. A estos motivos les llamaremos órdenes. En otras ocasiones el motivo es que sueles hacer siempre ese mismo gesto y ya lo repites casi sin pensar, o también el ver que a tu alrededor todo el mundo se comporta así habitualmente: llamaremos costumbres a este juego de motivos. En otros casos -los puntapiés a la lata, por ejemplo- el otivo parece ser la ausencia de motivo, el que te apetece sin más, la pura gana. ¿Estás de acuerdo en que llamemos caprichos al por qué de estos comportamientos? Dejo de lado los motivos más crudamente funcionales es decir los que te inducen a aquellos gestos que haces como puro y directo instrumento para conseguir algo: bajar la escalera para llegar a la calle en lugar de saltar por la ventana, coger el autobús para ir al cole, utilizar una taza para tomar tu café con leche, etc.

Nos limitaremos a examinar los tres primeros tipos de motivos, es decir las órdenes, las costumbres y los caprichos. Cada uno de esos motivos inclina tu conducta en una dirección u otra , explica más o menos tu preferencia por hacer lo que haces frente a las otras muchas cosas que podrías hacer. La primera pregunta que se me ocurre platear sobre ellos es: ¿de qué modo y con cuánta fuerza te obliga a actuar cada uno? Porque no todos tienen el mismo peso en cada ocasión. Levantarte para ir al colegio es más obligatorio que levarte los dientes o ducharte y creo que bastante más que dar patadas a la lata de coca-cola; en cambio, ponerte pantalones o al menos calzoncillos por mucho calor que haga es tan obligatorio como ir al cole, ¿no? Lo que quiero decirte es que cada tipo de motivos tiene su propio peso y te condiciona a su modo. Las órdenes, por ejemplo, sacan fuerza, en parte, de miedo que puedes tener a las terribles represalias que tomaré contra ti si no me obedeces; pero también, supongo, al afecto y la confianza que me tienes y que te lleva a pensar que lo que te mando es para protegerte y mejorarte o, como suele decirse con expresión que te hace torcer el gesto, por tu bien. También desde luego porque esperas algún tipo de recompensa si cumples como es debido: paga, regalos, etc. Las costumbres, en cambio, vienen más bien de la comodidad de seguir la rutina en ciertas ocasiones y también de tu interés de no contrariar a los otros, es decir de la presión de los demás. También en las costumbres hay algo así como una obediencia a ciertos tipos de órdenes: piensa, por poner otro ejemplo, en las modas. ¡La cantidad de cazadoras, zapatillas, chapas, etc., que tienes que ponerte porque entre tus amigos es costumbre llevarlas y tú no quieres desentonar!

Las órdenes y las costumbres tienen una cosa en común: parece que vienen de fuera, que se te imponen sin pedirte permiso. En cambio, los caprichos te salen de dentro, brotan espontáneamente sin que nadie te los mande ni a nadie en principio creas imitarlos. Yo supongo que si te pregunto que cuándo te sientes más libre, al cumplir órdenes, al seguir la costumbre o al hacer tu capricho, me dirás que eres más libre al hacer tu capricho, porque es una cosa más tuya y que no depende de nadie más que de ti. Claro que vete a saber: a lo mejor también el llamado capricho te apetece porque se lo imitas a alguien o quizá brota de una orden pero al revés, por ganas de llevar la contraria, unas ganas que no se te hubieran despertado a ti solo sin el mandato previo que desobedeces... En fin, por el momento vamos a dejar las cosas aquí, que por hoy ya es lío suficiente.

Pero antes de acabar recordemos como despedida otra vez aquel barco griego en la tormenta al que se refirió Aristóteles. Ya que empezamos entre olas y truenos bien podemos acabar lo mismo, para que el capítulo resulte capicúa. El capitán del barco estaba, cuando lo dejamos, en el trance de arrojar o no la carga por la borda para evitar el naufragio. Desde luego tiene orden de llevar las mercancías a puerto, la costumbre no es precisamente tirarlas al mar y poco le ayudaría seguir sus caprichos dado el berenjenal en que se encuentra. ¿Seguirá sus órdenes aun a riesgo de perder la vida y la de toda su tripulación? ¿Tendrá más miedo a la cólera de sus patronos que al mismo mar furioso? En circunstancias normales puede bastar con hacer lo que le mandan a uno, pero a veces lo más prudente es plantearse hasta qué punto resulta aconsejable obedecer... Después de todo, el capitán no es como las termitas, que tiene que salir en plan kamikaze quieran o no porque no les queda otro remedio que obedecer los impulsos de su naturaleza.

Y si en la situación en que está las órdenes no le bastan, la costumbre todavía menos. La costumbre sirve para lo corriente, para la rutina de todos los días. ¡Francamente, una tempestad de alta mar no es momento para andarse con rutinas! Tú mismo te pones religiosamente pantalones y calzoncillos todas las mañanas, pero si en caso de incendio no te diera tiempo tampoco te sentirías demasiado culpable. Durante el gran terremoto de México de hace pocos años un amigo mío vio derrumbarse ante sus propios ojos un elevado edificio; acudió a prestar ayuda e intentó sacar de entre los escombros a una de las víctimas, que se resistía inexplicablemente a salir de la trampa de cascotes hasta que confesó: Es que no llevo nada encima... ¡Premio especial del jurado a la defensa intempestiva del taparrabos! Tanto conformismo ante la costumbre vigente es un poco morboso ¿no? Cuando las cosas están de veras serias hay que inventar y no sencillamente limitarse a seguir la moda o el hábito... Tampoco parece que sea ocasión propicia para entregarse a los caprichos. Si te dijeron que el capitán de ese barco tiró la carga no porque lo considerase prudente, sino por capricho (o que la conservó en la bodega por el mismo motivo), ¿qué pensarías? Respondo por ti: que estaba un poco loco. Arriesgar la fortuna o la vida sin otro móvil que el capricho tiene mundo de chaladura, y si la extravagancia compromete la fortuna o la vida del prójimo merece ser calificada aún más duramente. ¿Cómo podría haber llegado a mandar un barco semejante antojadizo irresponsable? En momentos tempestuosos a la persona sana se le pasan casi todos los caprichitos y no le queda sino el deseo intenso de acertar con la línea de conducta más conveniente, o sea: más racional.

¿Se trata entonces de un simple problema funcional, de encontrar el mejor medio para llegar sanos y salvos a puerto? Vamos a suponer que el capitán llega a la conclusión de que para salvarse basta con arrojar cierto peso al mar, sea peso en mercancías o sea peso en tripulación. Podría entonces intentar convencer a los marineros de que tirasen por la borda a los cuatro o cinco más inútiles de entre ellos y así de este modo tendrían una buena oportunidad de conservar las ganancias del flete. Desde un punto de vista funcional, a lo mejor era ésta la mejor solución para salvar el pellejo y también para asegurar las ganancias... Sin embargo, algo me resulta repugnante en tal decisión y supongo que a ti también. ¿Será porque me han dado la orden de que tales cosas no deben hacerse, o porque no tengo costumbre de hacerlas o simplemente porque no me apetece –tan caprichoso soy- comportarme de esa manera?

Perdona que te deje en un suspense digno de Hitchcok, pero voy a decirte para acabar qué es lo que a la postre decidió nuestro zarandeado capitán. ¡Ojalá acertase y tuviera ya buen viento hasta volver a casa! La verdad es que cuando pienso en él me doy cuenta de que todos vamos en el mismo barco... Por el momento, nos quedaremos con las preguntas que hemos planteado y esperemos que vientos favorables nos lleven hasta el próximo capítulo, donde volveremos a encontrarlas e intentaremos empezar a responderlas.

[...]
Tanto la virtud como el vicio están en nuestro poder. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí, de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bello, lo estará también cuando es vergonzoso, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es bello, lo estará, asimismo, para no obrar cuando es vergonzoso (Aristóteles, Ética para Nicómaco).

En el arte de vivir, el hombre es al mismo tiempo el artista y el objeto de su arte, es el escultor y el mármol, el médico y el paciente (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis). Sólo disponemos de cuatro principios de la moral:

1) El filosófico: haz el bien por el bien mismo, por respeto a la ley.
2) El religioso: hazlo porque es la voluntad de Dios, por amor a Dios.
3) El humano: hazlo porque tu bienestar lo requiere, por amor propio.
4) El político: hazlo porque lo requiere la prosperidad de la sociedad de la que
formas parte, por amor a la sociedad y por consideración a ti (Lichtenberg,
Aforismos).

"No hemos de preocuparnos de vivir largos años, sino de vivirlos satisfactoriamente; porque vivir largo tiempo depende del destino, vivir satisfactoriamente de tu alma. La vida es larga si es plena; y se hace plena cuando el alma ha recuperado la posesión de su bien propio y ha transferido a sí el dominio de sí misma".

Unidad 2, LECTURA #2: LA PRISIÓN DE LA LIBERTAD


- CUENTO DE LA MIL Y ONCE NOCHE
El mendigo ciego al que todos llamabas Insh’allah (Lo que Dios quiera), continuó su relato, vuelto hacia el califa:
"Ya oíste, oh señor de todos los creyentes, cómo caí bajo el influjo de aquel perro griego borracho y consumidor de carne de cerdo que se hacía pasar por filósofo y quecon su palabrería me hizo dudar de la sabiduría y del poder de Alá -¡alabado sea su nombre!- y de la única y verdadera enseñanza de su profetas -¡bendito sea el Señor!- convenciéndome con toda clase de artimañas de que el hombre tiene libre albedrío y es capaz de producir el bien o el mal según su propio juicio y su propia fuerza. Esto es blasfemia, pues significaría que la criatura puede sorprender a su creador y que también para el Ser Supremo rige el antes y el después, es decir, que no estaría por encima del tiempo sino sometido a él como todo lo que él ha creado.

Pero tú, oh señor de todos los creyentes, sabes bien que el hombre en presencia del Eterno -¡alabado sea!- no es más que un grano de arena en el desierto y así como éste es arrastrado por el viento de un lado a otro y no puede moverse por sí mismo, así la voluntad de Alá -¡su paz sea contigo, señor!- nos mueve a esta o aquella acción, ya que por propia decisión no somos capaces de nada. Así ha sido desde el principio de los tiempos y así será hasta su fin, pues sólo él, que está por encima de todos los tiempos, conoce el final de las cosas y nuestros más secretos deseos y acciones en todo detalle y desde hace eternidades. Por eso escucha, oh señor de todos los creyentes, cómo la bondad y el rigor del Todopoderoso actuaron conmigo para conducirme a la total sumisión a su santa voluntad, permitiendo que Iblís, el Mentiroso, me tentara y cegara durante un tiempo.

Yo era entonces un joven en la flor de la edad y lleno de la vana presunción que el veneno del griego había destilado en mi corazón. Creía que mi felicidad y mis riquezas se debían a mi talento y saber de comerciante. Perdía mis días en disquisiciones ¿filosóficas con aquel presunto maestro amigo, y mis noches en interminables orgías.

Pensé que ya no tenía que obedecer el orden revelado por Alá a través de sus profetas; abandoné las oraciones y las abluciones prescritas y fui descuidado todos los demás mandamientos de nuestra religión.

Por fin llegué hasta el punto de no cumplir el mes de ayuno, e incluso comí y bebí todo el día 27 del Ramadán en el que se celebra el Lailat al Kadr. Mis criados, escandalizados por mi proceder y aterrados ante la desgracia que así atraía sobre mi casa, huyeron. Yo me reí de ellos y prometí castigarlos públicamente cuando regresaran al día siguiente. Aquella noche me hallaba solo, borracho y medio adormilado por mis excesos, por lo que no sé decir de dónde surgió la bella danzarina que de repente vi en mi diwan. No la había llamado y no la conocía. Era como si hubiera tomado cuerpo de dulces efluvios del hachís que brotaban de mi narguile. La muchacha llevaba un vestido suelto de velos negros con hilos de plata que dejaba traslucir el brillo ebúrneo de sus bien formados miembros. Su rostro era como la luna llena, sus labios competían con las rosas de Samarcanda. Su pelo, que le caía hasta las corvas, tenía el color del plumaje del cuervo y sus manos y pies estaban enrojecidos de henna. El perfume que su cuerpo exhalaba era tan embriagador que pensé tener ante mí una hurí. Empezó a girar en su danza y a doblar su delicado cuerpo mientras sus pulseras de oro tintineaban y los cascabeles de plata de su tobillos imitaban el dulce cricri de los grillos. La acompañaba una música de tan arrebatador apasionamiento que no pude contenerme más.

-¿Quién eres, oh joya exquisita del amor? –exclamé-. Has de pertenecerme aunque me cueste todas mis riquezas. Dime lo que deseas.
Me pareció que de pronto el mundo retenía la respiración y que el tiempo se paraba. La bella se acercó, cayó de rodillas ante mí y abrazó mis pies. –oh, señor- respondió con la voz de una paloma arrulladora-, te pertenezco sólo a ti. Haz conmigo como plazca a tu corazón . Pero antes júrame que obedeces y siempre obedecerás a tu voluntad y no a la de otro.
-Te lo juro por Dios Todopoderoso-dije.
Ella rió y enarcó asombrada las cejas que recordaban las alas de la alondra cuando remonta el vuelo.
-¿Cómo puedes jurar en ese nombre?-preguntó burlona-. Si él es todopoderoso, las cosas suceden según su voluntad y no según la tuya.
-¡Sutilezas! –exclamé riendo también-. ¿Es que estoy rodeado de filósofos? Creí que tenías algo mejor que ofrecerme, o ¿acaso quieres que muera de amor?
Quise atraerla a mi lado sobre los cojines de seda, pero ella se defendió hábilmente y escapó a mis manos como una serpiente.
-Primero ¡júramelo!
-¿En nombre de quién o de qué he de jurar para darte gusto?
La impaciencia me ganaba.
-Júramelo por la luz de tus ojos –ordenó ella, y en sus labios surgió un rasgo cruel.
Yo, enloquecido por saciar mi sed en el pozo de su jardincillo del paraíso, la obedecí.

Entonces ella fue quitándose velo tras velo hasta que ninguna parte de su cuerpo blanco como la leche quedó escondido a mis miradas. Luego vino, se inclinó sobre mí y su pelo negro como la noche nos cobijó cual una tienda. Por fin acercó su rostro al mío y descubrí que las pupilas de su ojos eran rendijas verticales en las que refulgía una luz verdosa. Cuando abrió los labios para besarme salió de entre ellos una larga lengua bífida. Comprendí que había caído en poder de Iblís y del susto me desplomé hacia atrás mientras mi espíritu se oscurecía.

Sentí que me llevaban por el aire, encima de países y mares. La tierra desapareció bajo mi vista y el viaje vertiginoso tomó rumbo al espacio estelar. También las estrellas desaparecieron y me hallé rodeado de oscuridad y vacío.

Estuve largo tiempo flotando en las tinieblas, más allá de los límites de la creación. Por fin percibí una luz verdosa y difuminada, pero desagradablemente punzante. Reconocí en ella el mismo brillo de las pupilas de la danzarina que me había fulminado. Ahora, sin embargo, la luz era omnipresente y no pude discernir de dónde procedía. Cerré los ojos, ya que me producía dolor. Y así pasó un rato hasta que reconocí el lugar en que estaba.

Me hallaba sobre un lecho circular, en medio de una gigantesca sala, también circular, cerrada por una cúpula. No sé cómo describir la sensación de total y definitivo abandono que me invadió y tampoco sé decir a qué características de la arquitectura se debía esa sensación. El enorme espacio se asemejaba a una mezquita, o más bien a una diabólica interpretación de ese espacio sagrado, pues así como éste está imbuido del excelso espíritu del Corán y de sus bienhechores versículos, aquél era el reflejo de un universo vacío e inanimado. Los muros eran lisos y blancos, al igual que la monumental cúpula y el suelo de mármol. No había ventanas, pero en el muro que cerraba en amplia curva la sala se alineaban múltiples puertas. Todas cerradas.
Entonces oí una voz incorpórea, parecida al silbido de una serpiente, que me hablaba desde múltiples partes: -Éste, altivo joven, es el único lugar entre todos los lugares del universo donde no alcanza la voluntad de Alá. Así como una diminuta pompa de aire en la inmensidad del océano está libre de la húmeda sal, así este espacio en el que estarás de ahora en adelante escapa al poder y al saber del Eterno. Yo, el espíritu de la libertad absoluta, lo he creado como templo de la subversión y de la egolatría. Aprovecha la oportunidad y muéstrate digno de mi invitación.

Estas palabras me espantaron, pues no había caído hasta tal punto bajo el poder de ese perro griego como para admitir tales blasfemias, Pero no me atreví a contestar porque me aterraba confirmar con el sonido de mis palabras que había oído realmente aquellas espantosas frases. Empezaba a pensar que lo que había escuchado eran mis propias ideas.
Te parecerá comprensible, oh mi señor, que mi primer pensamiento fuera el de escapar, abandonar por el camino más rápido tan infausto sitio. Otro hombre en otro lugar se hubiera encomendado a la protección y la ayuda de Alá y él le hubiera guiado según su voluntad, pero a mí me estaba negado ese refugio. Aquí comenzó mi desgracia.
Había muchas puertas para escapar, y eso precisamente me confundía. Si sólo hubiera habido una, habría intentado abrirla de inmediato. Debía existir una razón oculta para tanta puerta. Tenía la posibilidad de escoger, pero con cautela, ya que cada una de ellas podía encerrar una trampa.

-Haces bien en dudar- dijo la voz incorpórea como si leyera mis pensamientos-.
Podría ser que detrás de una de las puertas se oculte un sanguinario león que te destroce, detrás de otra florezca un jardín habitado por hadas que te regalarán miles de caricias amorosas, que por el contrario detrás de la tercera te espere un gigantesco esclavo negro para cortarte la cabeza con una espada, tras la cuarta te aguarde un abismo en el que caerás, tras la quinta una cámara llena de joyas y oro que te pertenecerán, tras la sexta un horrible ghul* para devorarte, y así sucesivamente. No digo que sea así, pero podría ser. En cualquier caso tú elegirás tu destino. Elige bien.

Sin abandonar el lecho giré lentamente para estudiar una puerta tras otra, pero todas eran iguales, sin ninguna señal que las diferenciara. Mi corazón vacilaba entre la angustia y la esperanza hasta hacerme brotar el sudor en la frente.

¿Podía confiar en la voz? Tal vez mentía. Además no había dicho que las cosas fueran así, sino que podían ser así. Quizá eran diferentes por completo. Quizá todas las puertas estaban cerradas, excepto una, y ésa era la que yo tenía que encontrar. Resultaba evidente, por otro lado, que unos ojos invisibles me observaban. Para empezar debía descubrir qué puerta me ofrecía la posibilidad de escapar; luego tendría que aguardar un momento propicio. Lo más importante era mantener la calma, me dije. También podía ser que la única puerta no cerrada con la llave fuera otra cada hora, incluso cada instante. Pero ¿quién me decía que sólo se trataba de una puerta? ¿Acaso no era posible que estuvieran sin cerrar con llave dos, tres o más puertas? Por las palabras que había escuchado no se deducía que yo fuera prisionero. Quizá todas las puertas estaban abiertas y podía escoger cualquiera de ellas. Sin embargo, ¿por qué había tantas? Mis pensamientos giraban en círculo.

Tenía que hacer algo para cerciorarme. Me levanté del lecho, crucé la sala y me paré delante de una de las puertas sin atreverme a extender la mano hacia el picaporte. Di unos pasos hasta la próxima, luego hasta la siguiente y la siguiente. No existía razón concreta para preferir una a otra y ante cada una de ellas me asaltó por un instante el miedo a la posibilidad de elegir la peor. Fui andando de puerta en puerta hasta dar la vuelta completa sin llegar a una decisión.

Me puse entonces a contar puertas, sin que pudiera decir en que pudiera decir en qué medida conocer su número me ayudaría a salir de mi desesperación. Pronto tuve que interrumpir el experimento, ya que al serme imposible establecer con qué puerta había empezado a contar ignoraba en cuál terminar. Se me ocurrió quitarme una de mis zapatillas bordadas en oro y dejarla delante de una de las puertas. Recorrí el círculo a la pata coja y al llegar de nuevo a mi zapatilla había contado 1 1 1 puertas. Me estremecí, pues ahora sabía que aquél era el lugar de la locura*. Rápidamente me calcé, fui al lecho en el centro de la sala, me eché en él y cerré los
ojos para reflexionar.

Apenas lo había hecho cuando oí la voz incorpórea:

-Decídete, porque si no te quedarás aquí para siempre.
No cabía duda, la única manera de saber algo sobre las puertas consistía en sonsacar información a mi invisible carcelero. Había que proceder con el mayor tacto. Me incorporé y pregunté con aparente indiferencia:

-¿Hay alguien ahí?
-No-respondió la voz.
Un largo silencio, La sangre me latía en las sienes, pero seguí comportándome con calma. Decidí provocar a mi interlocutor. Al fin y al cabo había aprendido tanta lógica con mi maestro griego como para atreverme a un duelo retórico incluso con el Archimentiroso.

Me esforcé por dar firmeza a mi voz:
-¡Qué tonterías! ¡Seas quien seas, si dices no es que eres alguien y no eres "nadie"!
La voz respondió inmediatamente:
-Oh maestro del ingenio, me sumes en la confusión. ¿Puedes demostrar lo que afirmas?
-¿Para qué? –repuse-. No se demuestra lo obvio. Nadie no puede decir no.
-Si es como dices –continuó la voz-, ¿sería verdadero lo contrario?
-Claro.
-¿Entonces afirmas que nadie puede decir sí? –preguntó la voz.
-¡No!
-¿No?
-Sí, es decir, no.
-Vamos a ver, ¿si o no? ¿O acaso quieres decir que sí es lo mismo que no?
-Quiero decir que nadie, por ser nadie, puede decir sí o no.
-Si comprendo bien tu conclusión –contestó la voz- ¿quieres decir que sólo alguien, en la medida en que es alguien, puede decir sí o no?
-Así es –dije.
-Bien –continuó la voz-. Es lo que yo he hecho. He dicho que no. ¿Por qué, entonces, insinúas que digo tonterías?
-Porque –dije ya agotado- nadie puede responder a la pregunta de si ahí hay alguien con un no sin incurrir en una contradicción.
-Perdona, oh caudillo de los pensamientos –replicó la voz-, pero ¿no será que el que se contradice eres tú? Acabas de explicarme que nadie puede decir sí o no...
-¡No dije eso! –grité.
-¿Ah, no? –preguntó la voz-. ¿Qué dijiste? ¿Qué pretendes demostrar?
Me tapé los oídos, pero seguía oyendo la voz sibilante que se me clavaba en el cerebro:
-¿Por qué dices constantemente lo que no quieres decir? Por favor, acláralo.
Quizá te extrañe. Oh califa, que mi invisible guardián intentara confundirme de manera tan burda. Pero el Malo tiene sus métodos para tentar al hombre y romper su resistencia. Uno de ellos es el del moscón que no hace daño pero que te enloquece con su insistencia y vuelve una y otra vez a tu rostro o a tus manos... y en cada intento de acabar con él te das una bofetada a ti mismo.

No sirvió de nada que escondiera la cabeza debajo del cojín de seda de mi lecho, no había manera de acallar la voz. Cuando yo no respondía, ella repetía su última pregunta cien o mil veces, siempre igual, sin énfasis, sin alterar el tono. Y cuando por fin me decidía ella tergiversaba mis palabras –dijera lo que dijera- hasta que perdían el sentido y el significado y sólo eran sonidos vacíos. Entonces las preguntas se reanudaban.

-Ya sé lo que pretendes –grité-. Quieres que pierda la razón.
-¿Quién? –preguntó la voz.
-Tú, tú, tú –exclamé-. Eres Iblís, el Espíritu del Mal.
-¿De quién hablas? Aquí no hay nadie, como ya sabes. Yo no existo y te lo voy a demostrar. Si yo existiera, se lo debería a la voluntad del Todopoderoso. Sin embargo él no puede desear el mal, pues entonces sería él mismo malvado. Si yo, por otro lado, existiera contra su voluntad, él no sería todopoderoso, sino meramente parte de un todo ¿y yo sería su contrario. No podríamos existir el uno sin el otro y, al mismo tiempo, nos
anularíamos el uno al otro. Por lo tanto, no existimo ni él ni yo.
Esta vez no me dejé arrastrar a discutir con la voz.
-No conseguirás mantenerme prisionero. Me voy.
-Vete tranquilamente –dijo-. ¿Qué te hace pensar que deseo retenerte? Hay muchas
puertas, basta con que elijas una.
-¿No están cerradas?
-Todavía no. Es decir, ninguna está cerrada mientras no abras una de ellas.
-¿Y cuando haya abierto una?
-Entonces se cerrarán todas las demás al instante. Y no habrá vuelta. Elige bien.
Reuní todas mis fuerzas, pues sentía que mi capacidad de decisión se iba debilitando
en el diálogo con el Invisible. Me arrastré hasta una de las puertas y fui a coger el
picaporte.

-¡Espera! –susurró la voz.
-¿Por qué? –pregunté, y dejé caer la mano asustado.
-Recapacita bien en lo que vas a hacer. Después será demasiado tarde.
-¿Por qué no ésta?
-¿Acaso te la he desaconsejado? Dime primero por qué eliges precisamente ésa.
-Pero ¿por qué no? –respondí-. ¿Hay alguna razón para no escogerla?
-Eso debes decidirlo tú.
Dudé.
-Al ser todas las puertas iguales, da lo mismo por cuál de ellas salga.
-Antes de abrirlas todas son iguales, pero luego no –contestó la voz.
-Aconséjame –pedí.
-¿A quién pides consejo? Descubrirás lo que te espera al otro lado de la puerta si la abres. Al mismo tiempo que renuncias a saber lo que te esperaba detrás de las otras puertas, ya que se cerrarán al momento. Tienes cierta razón cuando dices que da lo mismo la puerta que escojas.

A punto de romper a llorar grité:
-¿No hay pues razón alguna para una determinada elección?
-Ninguna –contestó la voz-, excepto la que tú decidas por tu propia y libre voluntad.
-¿Cómo voy a tomar una decisión si no sé adónde me conduce? –exclamé desesperado.
Se oyó un murmullo seco, como una carcajada incorpórea.
-¿Lo has sabido alguna vez? Sí, has creído toda tu vida tener razones para decidirte por esto o por aquello, pero en realidad nunca podías prever si sucedería lo que esperabas. Tus sólidas razones no eran más que sueños o elucubraciones. Como si sobre estas puertas hubiera pintadas imágenes que te engañaran con falsas indicaciones. El hombre es ciego y todas sus acciones en la oscuridad. Uno celebra su matrimonio y no sabe que dos días más tarde será viudo. Otro quiere ahorcarse acosado por las penas y las necesidades y no sabe que la embajada que le convertirá en un hombre rico ya está de camino. Uno huye a una isla desierta para escapar de su asesino y se lo encuentra allí. ¿Conoce la historia de la herradura que Sherezade le cuenta al sultán?
-Sí, la conozco –me apresuré a responder.
-Bien, por eso se dice que todas las decisiones que toma el hombre están prefiguradas en el plan universal de Alá desde el comienzo de los tiempos. Él –según dice- te inspira cada una de tus decisiones, ya sean buenas o malas, necias o sabias, pues él te conduce según su voluntad, como a un ciego. Todo es Kismet, afirman, y eso es una gran bendición. Aquí estás al margen de ella y la mano de Alá no te guiará.

Me levanté y paseé nuevamente por el círculo de puertas –hacia la izquierda, puerta por puerta, y luego a la derecha, puerta por puerta –sin poderme decidir. El exceso de posibilidades y la ausencia de necesidad me paralizaban. Entonces recité los versos siguientes:

Somos prisioneros, condenados a elegir al azar entre innumerables incertidumbres que nos atormentan.
No puede el hombre decidir con fundamento, desconociendo el futuro.
Aunque lo conociera sus pasos estarían determinados porque todo está determinado.
Así que tampoco podría elegir.
Sólo el Señor del Universo posee el saber.
Él guía los planetas y conduce nuestras almas como él quiere.

Tras interminables horas de caminar en círculo el agotamiento me postró en mi lecho. Pasé allí muchos días y noches inmóvil, deseando estar muerto para escapar así la voz incorpórea que no cesaba de insistir en que tomara una decisión. Cuando digo días y noches no se ha de tomar en un sentido literal, porque no había nada que me permitiera medir el tiempo por esta alternancia. La luz verde y difuminada que dañaba los ojos no cambiaba nunca. De tiempo en tiempo caía en un sueño obtuso, del que me despertaba la voz susurrante a la renovada tortura de la elección imposible. Entonces encontraba junto a mi lecho una mesita con comida y bebida sin que nunca descubriera cómo había llegado allí. Para mis necesidades disponía de un orinal que se vaciaba y limpiaba regularmente. A menudo me hacía el dormido con la esperanza de descubrir la puerta por la que se me prestaban tales atenciones para utilizarla en mi huida. Pero mis esfuerzos fueron en vano.

A pesar de que no me faltaba nada de lo necesario para vivir , mis fuerzas declinaban como la llama de una lámpara de aceite en una mazmorra sin aire. Mi pelo y mi barba se volvieron grises, mis ojos se cubrieron de un velo. Comencé a buscar señales misteriosas que me guiaran en mi elección. Por ejemplo, estudiaba el orden de los alimentos y las bebidas sobre la mesita para deducir de él algún posible mensaje. Hacía complicados cálculos con su posición, su número y su forma. Hasta me dediqué a analizar mis propios excrementos esperando encontrar en ellos una clave del destino.

Toda superstición nace de la necesidad de tener que decidir sin la fuerza que se requiere para ello y por eso es obra del diablo. Es evidente, o señor de todos los creyentes, que estos trucos no me ayudaban, pues lo que yo interpretaba como signos o avisos se anulaba por signos y avisos contrarios y al final me veía abocado a mi capricho al que sin la ayuda de Alá no podía arrancar una decisión. Me sucedía como al burro de Abu Ali Dhan, que murió de hambre entre dos montones de heno porque, atraído por ambos, no se decidía por ninguno. Yo no pasaba hambre y mis posibilidades de elección eran mayores, por lo cual mi situación resultaba todavía más penosa.
Durante mis repetidos paseos en círculo –una puerta y otra hacia la izquierda, una puerta y otra hacia la derecha- escuchaba atentamente la voz incorpórea para deducir de una ínfima inflexión en su tono qué puerta era la que debía o no debía abrir. Rogué, supliqué, gemí como un perro apaleado, me humillé de todas las maneras imaginables ante mi invisible carcelero (que en realidad no me retenía) para moverle a que aligerara un poquito la carga cada vez más insoportable de la decisión. Mi torturador, sin embargo, jugaba con mi debilidad.
-Escucha –dijo-, ya es demasiado tarde para tus súplicas. Aunque te ordenara que abrieras esta o aquella puerta tú tendrías que decidir por ti mismo si confiar o no en mí, si seguir o no mi consejo. Aunque estuviera dispuesto a aconsejarme no te podría ayudar.
-Al menos, inténtalo –le imploré.
-Bien, no quiero que digas que rehusé darte una oportunidad. Sigue andando hasta la puerta número 72.
Recorrí las puertas contando afanosamente. Al llegar a la número 72 me paré sin aliento.
-¿Es ésta? –articulé con dificultad.
-Has dado la vuelta por la izquierda –dijo la voz-, pero se trata de la número 72 girando por la derecha.
Corrí pues contando hacía atrás por el lado derecho hasta llegar al número uno; luego continué en la misma dirección contando hasta alcanzar el 72.
-¿Ésta? –pregunté.
-No –respondió la voz-. Te has olvidado del cero y has contado mal.
* Sin duda se refiere aquí a Buridán
-No puede haber una puerta cero –protesté.
-¿Ah, no? –fue la respuesta- ¿Quieres que te lo demuestre?
-¡No! ¡No!
-Entonces empieza de nuevo.
Como me había equivocado no podía ya encontrar con seguridad la primera puerta.
¿Había contado una de más o una de menos? La voz no quiso aclarármelo. Tuve la convicción repentina de que había desperdiciado por ligereza la única indicación útil.

Dispuse entre mis manos de un cabo de la solución y por descuido lo había dejado escapar. Lágrimas de rabia y de frustración me llenaron los ojos y golpeé muchas veces mi frente contra el suelo.
-¿Dónde debo empezar? –grité.
-Donde quieras –fue la respuesta.
-¡Pero tú me has dicho que salga por la puerta número 72!
-Yo no te he dicho eso. Te he aconsejado que siguieras andando hasta la puerta número 72. Podría haber dicho la número 28 o la número 3 para hacerte un favor. Pero no he dicho nada de abrir. Eso debes decidirlo tú.

Comprendí que el espíritu maligno jugaba conmigo y que iría muy lejos con su juego. Sin embargo, me sentía incapaz de maldecirle ya que no había hecho otra cosa que ceder a mis ruegos infantiles. A partir de ese momento guardé silencio y no contesté más a la voz que continuaba hablando sola.

No quiero cansar tus oídos, oh señor de todos los creyentes, ni agotar tu paciencia alargando el final de mi historia. El simple hecho de que hablo aquí, ante ti, demuestra que el Misericordioso ¡alabado sea su Santo Nombre!, no había decidido abandonarme en aquel infausto lugar para siempre. Aún hoy no sé decir si fueron años, decenios, siglos, o únicamente un instante, los que pasé allí donde el tiempo no existe. Mi barba y mi pelo se había vuelto blancos como la nieve, mi piel estaba arrugada y mi cuerpo viejo y decrépito, así como me ves ante ti, oh califa. Exhausto de la constante e insensata lucha contra las cadenas de mi libertad no esperaba ni temía ya nada, no deseaba ni huía de nada. La muerte me era tan grata como la vida, el honor no significaba más que la vergüenza, la riqueza me era tan indiferente como la pobreza.

Era incapaz de la más mínima distinción, pues en aquella luz implacable todo lo que los hombres desean o temen me parecía espejismo.

Mi interés por las puertas fue desvaneciéndose. Hacía mi ronda con intervalos cada
vez mayores –puerta por puerta hacia la izquierda, puerta por puerta hacia la derecha-, hasta que renuncié por completo a mi paseo y apenas si dirigía una mirada a las puertas.

Así no me di cuenta de que se producía en ellas un cambio. Un buen día al despertarme descubrí que su número había disminuido. Utilicé de nuevo mi zapatilla, ahora gastada y vieja, como señal, y conté las puertas. Sólo había 84. Desde aquel momento repetí el recuento cada vez que me despertaba y siempre era menor el número de puertas. Nunca vi cómo desaparecían y nunca hallé en el muro huella alguna. Parecía como si las puertas desaparecidas no hubieran existido jamás.

Después de todo lo relatado, oh señor de todos los creyentes, pensarás quizá que una vez perdidos el temor y la esperanza me resultaría fácil levantarme y abrir una cualquiera de las puertas que quedaban, una cualquiera. Pero sucedió lo contrario.
Como todo me daba igual, carecía de un motivo para decidir. Si al principio me había paralizado el miedo ante un desenlace incierto, ahora la indiferencia ante lo que pudiera acaecer me impedía hacer una elección.
Cuando por fin sólo quedaban dos puertas en los lados opuestos de la sala, constaté con un interés desinteresado que en el fondo venía a ser lo mismo escoger entre innumerables posibilidades desconocidas que entre dos. Ambas cosas eran imposibles.
Cuando sólo quedaba una puerta reconocí que, lo quisiera o no, tenía que decidir si marcharme o quedarme.
Me quedé.
Al despertarme la vez siguiente ya no había puertas. El muro aparecía liso y blanco.
La voz incorpórea calló. Un silencio total y eterno me rodeó. Estaba seguro de que a partir de aquel momento ya no se alteraría nada, que había alcanzado el definitivo estado de la exclusión de todos los mundos, de acá y de allá.
Entonces me tiré al suelo llorando y pronuncié estas palabras:
-Te doy las gracias, Misericordioso, Altísimo y Santísimo, por haberme curado del autoengaño y haberme quitado la carga de la falaz libertad. Ahora que ya no puedo ni debo elegir me resulta fácil renunciar para siempre a mi voluntad y someterme a tu santa voluntad sin protestar y sin pretender comprender. Si ha sido tu mano la que me ha conducido a esta cárcel y me ha encerrado para siempre entre los muros, lo acepto humildemente. Nosotros, los hombres, no sabemos permanecer en un lugar ni sabemos abandonarlo sin la gracia de la ceguera por la que nos guías, Renuncio para siempre a la falsedad del libre albedrío, pues es una serpiente que se devora a sí misma. La libertad total es la falta total de libertad. Todo el bien y toda la sabiduría está en Alá, el Todopoderoso y el único y fuera de él no hay nada.
Caí en un estado parecido a la muerte, pero cuando al cabo de quién sabe cuánto tiempo volví en mí, me hallé como un mendigo ciego aquí, en la puerta de Bagdad, donde tú, oh señor de todos los creyentes, has escuchado hoy mi historia. Desde ese día llevo el nombre de Insh’allah y así me llama la gente.
El califa contempló asombrado al mendigo y dijo:
-¡Extraordinario! ¡Verdaderamente extraordinario! Tu relato será escrito. Pídeme un regalo, que te concederé lo que desees.
El mendigo alzó sus ojos blancos como la leche hacia el señor de los creyentes y contestó con una sonrisa:
-Alá recompense tu generosidad, señor. Pero qué puedes regalarme si poseo lo más grande que puede poseer un hombre.
Cuando el califa oyó estas palabras se asombró aún más y estuvo callado un buen rato. Por fin dijo a su visir:
-Me parece que lo que a éste le ha sucedido ha sido por designio de Alá –alabado sea su nombre- para conducirle a la única riqueza verdadera.
-También a mí me lo parece, señor-contestó el visir.
-Si esto es así –continuó el califa-, dime una cosa: cuando Iblís el Mentiroso declaró que la prisión de la libertad era el lugar del que estaba excluido el poder de Alá como una pompa de aire en el océano, ¿mentía o decía la verdad?
-Ni mentía ni decía la verdad, oh señor de todos los creyentes –respondió el visir.
-¿Cómo he de entenderlo? –preguntó el califa.
-Si realmente existe un lugar que no está lleno de la voluntad del Todopoderoso –
dijo el visir-, únicamente existe por voluntad de éste. Pero por eso mismo su voluntad está en ese lugar, porque sin ella nada puede existir, y tampoco ese lugar. Su ausencia es su presencia. En la perfección del Altísimo no hay contradicción, aunque así le parezca al limitado espíritu humano. Por eso Iblís, el Confundidor, tiene que servirle y no existe sin él.
-Verdaderamente –exclamó el califa- Alá es Alá y Mahoma es su profeta.
Y se inclinó ante el mendigo y se alejó sin darle limosna.
Insh’allah sonrió.


Tópicos para la reflexión (Unidad 2, LECTURA #4)

"Después del juicio, la calma"


+ Explica por qué cumplir la ley o hacer lo habitual no resulta siempre aceptable.
Aceptable se llamaría a todo acto que sea probado por juicios válidos para posteriormente ser aprobado debido a que reune características propias de la verdad y la correcta actitud. En muchas de las veces se llevan a cabo actos conforme a leyes y dogmas sin analizar previamente la razón intima por la cual se nos pide realizar dicho acto, de deseo individual o externo al individuo, y más aún sin analizar el porqué de la constitución de dicha ley o dogma, que sería innegable pero vulnerable a ser rechazada por la misma libertad a elegir inherente del hombre.

+ ¿Por qué dice el autor que la libertad es lo más opuesto a dejarse llevar?
porque dejarse llevar implica no pensar en lo que se hace, lo cual es reprobable para el ser humano, siendo que es la única especie natural sobre la Tierra con la capacidad de hacerlo, es no usar como recurso clave esa única capacidad que nos fue desarrollada sobre las demás especies y hacer como si no existiera ese pensar tan valioso. La libertad de pensar es lo mejor que el ser humano tiene sobre lo demás, haciendo que se autocapture en un red de no usarla.

+ ¿Por qué la libertad supone conciencia y responsabilidad?
porque un ser se vuelve cada vez más libre entre más conciente esté de sus capacidades y limitaciones, aunque no por estar conciente se implica una reacción basada en ese saber, sino se requiere responsabilidad para hacer lo correcto pese a las dificultades que de ello emanen.

+ ¿Quién es verdaderamente libre?
aquel que se sabe en un contexto individual y social como un ser que tiene la capacidad de transformarse así mismo y a lo que le rodea y que busca siempre, el crecimiento y construcción en todo lo que él intervenga. Un ser libre se sabe dependiente de los demás en todo, excepto en la toma de sus decisiones.

+ ¿Cuáles son los significados e implicaciones que puede tener la palabra “bueno”?
Bueno es un adjetivo que se usa para determinar que alguien está haciendo lo correcto en su contexto social o bien, individual. La implicaciones que ello conlleva son que no todos los seres humanos conocen los antecedentes del contexto en que vive cada uno de los otros seres humanos, lo que le impide determinar si alguien es bueno o no, sino que cada uno se encuentra sabedor de lo que le antecede y lo que precencia en viva carne. Ello vuelve indefinible a todo ser humano, haciendose aún más complejo el caso, ya que ningún ser humano tiene absoluto dominio de todo cuanto le ha acontecido, debido a que almenos de joven uno no recuerda gran parte de lo que le aconteció de niño.

Es complejo, si se ve de manera lógica, determinar si alguien es bueno o no, sin embargo, entre más se conozcan las razones por las que un ser humano piensa o actua de ese modo, se tendrán pruebas más contundentes que nos acerquen a la realidad de si ese ser humano es "bueno o no", ya que ello disminuirá el margen de error que se pueda lanzar al definir una característica humana basada en la realidad que se percibe.